domingo, 26 de julio de 2009

ADIÓS

Accesos negados.
Mente en blanco.
En el fondo del cajón un recuerdo.
Toda una vida juntos.
Hermanos.
Misma sangre.
Diferente sexo.
Hijos amados.
Nuestros hijos.
Proyectos.
Risas.
Complicidad.
Todo queda en ese fondo encajonado.
Ya no hay más.
Nada queda.
No hay clave que abra el amor.
Acceso denegado.
Adiós Hermano.

Pobre María

Acuchillada en un rincón de la habitación del motel, lo único que rompía el silencio era el aura aún presente y suspirante de mujer en desgracia. El olor era rojo, como la sangre y el momento parecía interminablemente solo.
Llevaba minutos en esa posición, viéndose muerta, oliéndose muerta, esperando al ángel que supuestamente la buscaría. Y nada ocurría, nadie encontraba su cuerpo.
No sabían de ella en el pequeño pueblo de Comodoro Py, no tenía hijos, ni hombres ni amores, solo trabajaba en forma temporaria. El dueño del motel conocía de su largos días de alcohol y pesadillas por lo que pasaría al menos una semana antes que se preocupe por ella.
Creyó que morir sería una liberación para dejar atrás la soledad, podría así compartir con almas y con pensamientos eternos.
Guardó pacientemente lo trabajado en los últimos dos meses para pagarle al chiquito que contrató para acuchillarla. Porque no quería ruidos, las armas suenan, ella no gritaría, el chico quería plata, la plata era para la droga, y su droga era la muerte.
Pero seguía allí: sola y volátil, desesperadamente triste. Tortuosamente muerta. Igualmente vacía, sin ayuda, sin abrazos, virgen. Una virgen ensangrentada y cruel que se atrevió al más allá pensando en la compañía celestial, o al menos espectral. Nada de eso existía. Seguía igual, sin cuerpo, pero con el dolor pesando, como si cargara al mundo. Pobre María.

martes, 27 de enero de 2009

Con Demora

“Los espíritus no sienten dolor. Están en una etapa de renovación. El alma se renueva. En forma espiritual no se siente el dolor”Brian Weiss

No es lo que se percibía en el vagón extremadamente verde y sicológicamente ingles del viejo ferrocarril San Martín. Hacia el este las ventanillas rotas y desprolijas, donde el polvo se asentaba sigiloso para permanecer .parecían compuertas sutiles hacia un mundo diferente, tal vez mejor.
No podría describir mis sensaciones, pero se asemejaban al miedo y la pasión. Sentado, inmóvil en el viejo asiento de cuero con rasguños de diferentes décadas, mi mente y mi alma eran un torbellino de ideas que incesantes, buscaban orden y prometían diversión. No podía dejar de ver la falda horrorosamente floreada de la señora canosa que con calma falsa acariciaba su propio brazo tratando de seguir, ni tampoco dejar de ver los mocos del chiquito sucio que vendía turrones húmedos como si fuera oro, al grito enérgico de :
-2 por un peso!!!!!
Hacia fuera, el campo argentino se extendía libre y majestuoso, deseado por muchos y por algunos aprovechado, verde y límpido, intentando abarcar toda la tierra. Que contraste. Que anecdótico vivir en un sitio bello y traidor, energético y destructivo, burdamente llamado hogar.
Era este mi hogar? . Este tren, esta mugre, el silencio notorio del pasaje o la charada gritona del niño, esta era mi suerte?
El ruido incesante del riel bajo mi pié, me hizo notar la hora: 19.30, ¿Cómo es posible?, el horario de llegada era a las 17.30 y aún restaban pueblos y kilómetros.
Podría irme o volver a mirar el interior del tren. Hay dolor, cuanto dolor….
El joven sentado frente a mí, tiene la belleza de lo simple, cabello negro y puro no pretendiendo otro color, rasgos definidos pero suavemente alineados hacia el sol,
E l arco de su oreja de trabajador calmo invitaba a la caricia, sus manos , no eran excesivamente fuertes y se tornaban atractivas, aunque denotaban un cuidado pobre y poco profesional y el cuerpo juvenil distaba mucho del ejercitado físico de la clase prominente. Era un chico normal, y a la vez amenazaba con ser muy interesante, tres o cuatro frases me llamaron a reflexionar.
Tendría escasos 26 años y ya consideraba la vida concluida a los 50, el trabajo era solo un medio y no un fin para él y la gracia de su risa contagiosa, aunque vulgar, me devolvía vida, cuando exclamaba:
- tener hijos es alucinante, te refleja, te esconde la maldad y hace todo mucho menos aburrido.
Cuánto placer contraponiéndose al trabajo monótono que seguramente tendría. Lo podría imaginar en algo meticuloso, con herramientas pequeñas que le dejaban el tiempo suficiente para pensar y poder así desarrollar locas teorías que hicieran feliz su vida opaca.
Al abrirse la puerta entre vagones que se encuentra detrás de mí,, aparece otra vez la miseria, esta vez en forma de adulto destrozado, es un hombre rubio, de inmensos ojos celestes cuya transparencia hambrienta angustia y desespera, no tiene dientes, la ropa le queda muy chica y corta, la mugre ha traspasado su piel para apoderarse de ella , y sin embargo con la dignidad de la pobreza, alza los ojos al pasaje y dice:
- ¡Vendo dos lapiceras por un peso!¡Dos por un peso!
Sería su olor o la muerte de la conciencia social lo que lo hacía invisible. Nadie lo oía ni lo veía, nada ocurría, su cuerpo esquelético seguía avanzando al compás de los rieles, fieles compañeros de recta ruta, y el hombre no esperaba tampoco llamado alguno.
Su misión era el intento. Y eso lo dignificaba.
Al llegar a Membrillar, pueblo pequeño de grandes coincidencias con la muerte, ya que su cementerio era mayor que su planta urbana, el tren chillaba como si fuese a quedar él mismo en alguna de las floridas tumbas, los hierros parecían retorcerse y el intenso olor contrastaba con la bella mujer en el andén.
No se si llegaría a conocerla, pero imaginaba el aroma a azahar en sus cabellos cobrizos y ensortijados, que no se movían ni flotaban, su mirada certera y resignada dejaba abierta la duda, ¿era pobreza de neuronas o carácter, lo que la afirmaba?.
El atuendo sencillo y gris, el entorno de niños en poleras rayadas, los hombres calzados en bombachas verdosas y rastras campesinas, la destacaban. Y el color de su mejilla era suficiente color.
El caserío que rodeaba la estación, hubiera podido formar parte de un film del pasado,
Ni una teja, ni una reja, otro mundo, otro país, donde la desesperanza no era un término cotidiano y donde el dolor de panza se curaba con el tilo y no hacía falta terapia ni gastroenterólogos. Donde se podía soñar, con buenas cosechas, y curas milagrosas, con amores furtivos que los mismos vecinos protegían, para tener de que hablar.
Ella seguía de pie, esperando mansamente que el convoy se detuviera, los tacos bajos y un poco gastados y el simple sobre en su mano hablaban de su pobreza, sin embargo, la frente altiva y brillosa, sin grandes marcas paseando por su piel, la distinguían.
Se alzó en el vagón que precedía al mío y la perdí. Que corto y significativo encuentro.


El joven frente a mí intentaba nuevos diálogos, pero estaba absorto en las imágenes de Membrillar, aun recordándolo, sin rascacielos ni grandes carteles, sin ruido. Dios mío, los espíritus de ese poblado sí que vivirían en paz.
Una reflexión me llevó a otra y comencé a analizar mi vida, o algunos aspectos de ella. Carrera tras carrera, escuchando arduos discursos y disertaciones, en el colegio, la secundaria, la universidad, en la tele, en la radio, en mi hogar .Vaya palabra que me acecha siempre.
¿Cuál es mi hogar? ¿El que construyo, en el que viví, el que me puebla interiormente, el de mis hermanos, el de todos mis compatriotas, éste sombrío tren?
Un voz me quita del ensueño:
-Boletos, señores y señoras, boletos.
El guardia hacía sonar la tickeadora llena de historia y tristemente antigua, ostentando su pequeña porción de poder diaria y haciendo que los ojos del pasaje vayan a ella, escondiendo así la suciedad de su traje, el hastío de su rostro y las terribles marcas de dolor en sus arrugas.
El tiempo había atravesado a este hombre de cincuenta y pico con toda su fuerza, era claro que nada quedaba de él, la caminata cansina y la voz sin música hacían suponer que su alma ya no lo acompañaba.
Hice marcar mi boleto y sentí un vahído leve que me llevo a mi infancia, a juegos en los pasillos de esos mismos trenes, limpios, con aroma a girasoles y soja campestre, con asientos de cuero impecablemente verde, y señoras paquetas que animosamente conversaban .Viajábamos a la Capital, todo un avance, a buscar universidad para mis hermanas y pensionados religiosos que las alojen.
Viajábamos a un mundo que divertía y fascinaba, y vivíamos felices y seguros, sin cortes de rutas ni piqueteros, sin necesidad de llamar al pluralismo, sin virus letales que viajen en cartas queridas, sin bombas anónimas volando pasajeros inocentes. Vivíamos, que es muy diferente a sobrevivíamos.
Mamá preguntaba a cada rato si estábamos bien, si teníamos hambre, si nos gustaba el paseo.
Mis manos transpiran y ya no tiene la soga con mangos rojos. Debería pedirme un tesito, pero ya no hay bar-comedor, ahora que veo estoy rodeado de personas que comen asquerosos bocadillos poco nutritivos.
Y beben agua en envases de plástico barato. Que diría mi madre, si viera dónde viajo, cómo quedó su tren. Cómo los vaivenes de la vida lo destrozaron, sin piedad, sin necesidad.
La vulgaridad se ha apropiado del ferrocarril, y de mi vida.

Me duele el hombro y me acomodo paciente tratando de no molestar a nuevos pasajeros que me rodean, casi ocupan mi espacio, sin preocuparse por mi comodidad.
El humo ya puebla el vagón y no me deja respirar, no son puros ni relajados habanos para saborear. Sólo humo.
Y en él viajo, tornasolado y abrumado de pasado, de adolescencia.
Transeúnte cotidiano de este mismo tren, fumando Malboro y contando historias fantásticamente falsas, grandes epopeyas veinteañeras, que se decantaban solas con la edad.
El mismo humo me hace volver al mismo tren, para notar con desconcierto la pierna de esta mujerona que se sienta sin piedad ni vergüenza sobre mí.
Siento el calor de su pierna y me divierte el sonido tintineante de sus aros, de metal dorado que no resistiría mordida alguna para probar su calidad.
-Señora, fíjese usted, esta aplastándome.-
Solo una carcajada jovial para sus largos años me responde
y pienso que aunque me pesa, el dolor del hombro y el vahído se han ido.
Habría que generar más asientos en estos vagones, ya que hay pocos e incómodos.

Ya acostumbrado al peso extra, como me pasa en general, vuelvo a mirar por la ventanilla y veo posarse un enorme mosquito en ella.
Me impresiona lo servil de su postura reverenciando mi brazo, parece un político actual, irrespetuoso y voraz, Si no sonara loco creo que lo siento respirar y aunque mi deseo era matarlo y lo intenté varias veces, sigue allí, resistente e inescrupuloso. Nueva coincidencia con la clase dirigente.,
Detrás del insecto, hay toda una ciudad ante mis ojos, desde los laterales de la estación puedo divisar el tránsito alocado y los semáforos que intentan calmarlo, las grandes marcas en publicidades gigantes para mostrar vestidos y jeans de muy poca tela y talle, un sombrero de paja resaltando entre los anteojos K y viseras de moda, y un bebé recién parido (no entiendo cómo lo sé) que parece llamarme entre la multitud.
Puedo oler el smog que rodea mi casa, oler las palomas contaminadas de esclavitud , que sin embargo insisten en volar; ver la copa de los plátanos que ensucian de grandes hojas cobrizas las veredas mixtas, rotas e impecables, de la ciudad.
Podría también ensuciarme en el barro lindero a la estación, producto de porteros que no cesan de enjuagar pesares y dolencias de sus vecinos, para que corran de puerta en puerta tras consuelo.
Volver al tren y dibujar cada uno de estos rostros, con otras sensaciones y de otros tiempos, arrugas, pliegues e infinitos aromas, coloridos aromas que enaltecen celestes y blanco, con rojos y amarillos antepasados.
Dibujar plácidamente los rincones de mi infancia, los voluptuosos lugares de mi juventud y recostarme en la estancia madura para recordar mi esencia, y brillar.
Cada cara, cada mirada, puede verse en diferentes trajes:
serios años sesenta, lunáticos setenta, creativos ochenta, frenéticos noventa, hasta el materialismo temido de este vulgar siglo veintiuno que no merece números romanos que lo nombren.
Sintiéndome cada vez mejor, inicio la recorrida a cada asiento de mi vagón,
Hay tres chiquitos que juegan como si el mundo les fuera propio, ajenos a la tierra reinante y al malhumor paterno, sus risas se hacen súper audibles a pesar de los seis metros de distancia, y me recorren llenándome de alegría.
La señora Doña Floreada, sigue frotando sus brazos aunque su rostro se ha relajado, ¿que la preocuparía anteriormente?; el muchacho frente mío, conversa ahora con la señora que tengo encima y que directamente ya no me pesa. No oigo su charla a pesar de estar tan cerca. No lo comprendo…
Del otro lado del vagón una guitarra mal rasgueada parece llorar.
-A ver, señora, déme paso, es mi ciudad, me tengo que bajar.
Otra carcajada que no está dirigida a mí es la respuesta.
Que le pasa a esta mujer, no me responde jamás, ya estoy acostumbrado a su cuerpo sobre el mío, pero me quiero bajar; me debo bajar.
Hmmm…, que delicioso aroma a azahar, ¿¡cuántos silencios se juntaron en mi cerebro!, ¿qué magia me esta llevando a sentirme tan libre?.
La soledad bien podría ser una buena palabra para mí en este momento, y el traqueteo antiguo y ruidoso del tren, música para degustar.
El tren no para y veo mi ciudad alejarse sin desesperación, sigo en el viaje. Y sigo transmitiendo mi suerte al que me toque, cuando pienso esto, me sorprendo: ¿De qué hablo? ¿Cómo que no pude bajar?
Me disperso en millones de momentos sinuosos que asustan y deslumbran, es como viajar en mi interior, los flashes de partos, emociones, errores, direcciones y paisajes me envuelven y me dejan en éxtasis, me horrorizo de palabras o dolores que causé, me regocijo del placer aportado y me derrito, caliente y presuroso en amores olvidados.
Habría que ver qué es lo que pasa; me pasa; pasándome en titulares sin negritas como un viejo periódico, a la velocidad del tren bala en el viejo Ferrocarril San Martín, abriendo paso a pueblos y ciudades, a razas y costumbres, uniendo pasados y presentes.
Sigo sin poder oír el diálogo entre el joven y la señora que me pisa.
Agudizo mi oído mientras vuelvo a sentir los rieles en mis pies, que ya no están fríos, se sienten bien, miro el reloj, 22.00 horas; la lentitud se transforma en elogio y sentimiento , no hay apuro en mí. La sensación de paz aún no es plena pero comienza a invadirme, cuanto nacimiento desconocido acechándome. El silencio descorre su manto gris y la luz se hace, vuelvo a oír:
-¿Vio, este hombre que estaba antes en su asiento?, dice el joven con cabello renegrido impecable y sus mirada entristecida.
- Sí,¿ había un hombre?, responde gentilmente la señora, cuya cabellera no es ni rojiza ni bella.
- Sí, un señor amable, sin una edad muy definida, pero que superaba los cincuenta.- dice el muchacho, con la impunidad de la juventud.
-Parecía dormido y con placidez, pero cuando la pelota de los chiquitos le pegó en la cara, no se movió. Se había ido. Con Dios, bah, con quien haya querido irse. (Volviendo a mostrar sabiduría llana y concreta).
-¡¡¡Pobre hombre!!!.
- Nadie es pobre a la hora de morir. Sólo se muere.

Jovencito, que placer haberte conocido en este viaje, así comprendí lo ocurrido. A la hora 22, con demora.

Fin.

lunes, 26 de enero de 2009

Andes

Y si me suelto,
y reflejo latitudes inconcientes
maniobrando dócil entre sombras.
Tal vez pueda vivirte, majestuosa,
en los Andes silenciosos y expectantes.
Libre,
deliciosamente angosta y contundente.
Elevando tempestades en curvas que revelan
sensaciones y sudor.
Y si me caigo,
al abismo maravilloso de tus brazos
sin abandonos, no alzaré la vista para verte.
Quiero sentir.
Viva.

viernes, 5 de diciembre de 2008

Flashes

Un instante basta
para recorrer el pasado.
Uno o dos nombres
y en el tercero la sonrisa cómplice
de vida sucedida,
destellando un blanco brillo
de poesía en cuadraditos.
Cada cuadrado un instante.
Cada instante una historia.

Normal

La gente, parece comportarse con normalidad. Sonríe, camina, va erguida y silenciosa, cabizbaja o circunspecta, pero nunca se nota nada de lo que realmente les ocurre.
La ciudad se ciñe a los cánones propios de la vida urbana sin arrepentimientos., a las rutinas programadas, al plomo habitual del día común, que se subleva levemente, sin llegar a emanciparse de la vulgaridad.
La ciudad también parece comportarse con normalidad.
El interior de ambas, gente y ciudad, es otro mundo. Subliminal y sublimado, descubriendo sensaciones permanentes y polvos inesperados que: o divierten o ensucian, según gustos y placeres. El mundo interno es otro, veloz, energético y saludablemente inusual, ese mundo es cada momento del intelecto comunitario o personal que llevan a esta ciudad a ser única. Ordinaria y gris por fuera, un torbellino que resplandece y se pliega a las variantes, en lo subterráneo.
Norma no se escapa a la descripción y se somete al trabajo con arrepentimientos maternales y con la seguridad de lo propio, sin grandes satisfacciones.
Es una mujer de mediana edad, casada, tres hijos, cabello cobrizamente teñido y de antigua abundancia, buenas facciones, algo regordetas, cuerpo esbelto con los kilos propios de la vida, de una apariencia tan sencilla como avasallante.
Su mirada es simple y profunda y su semblante pálido muestra sutilmente algo de su interior.
Los vaivenes se hacen curvas tortuosas mientras camina hacia su trabajo, el piso parece moverse y sus piernas cada vez pesan más. El contexto se desdibuja de a ratos para hacerse impreciso y turbulento y sus manos pasan del calor al frío absoluto.


Los pliegues de los dedos jóvenes aún, denotan haber sufrido caricias que no quiso dar, momentos privados y desoladores que no quiso tocar, ni vivir.
Norma es una transeúnte más, su voz suena segura y calma y nada hace suponer su inestabilidad.
Está acostumbrada a la imitación y como casi todos, es buena en ello.
Parece confiada, fiable, sincera y llana. Científica y pensante, su pasión por la virgen es descontrolada y privada, Norma esconde otros tonos y matices que nadie imaginaría.
La pasión desbordada en noches de soledad en compañía, se sumerge nadando en sus acuosos calores, y el dolor de la insatisfacción compartida es un mareo constante en su mirar.
Norma es docente calificada, universitaria y de alta intelectualidad, lo que agudiza aún más su posibilidad de recorrerse en caminos tortuosos que conducen por venas y arterias a lo más profundo de su ser. Su mente, a veces, se escapa a las posibilidades de su alma, y describe sentimientos que no quiere conocer, apabullándola con posibles decisiones que no quiere tomar y descentrándola, acorralándola.
Entonces es que los colores vuelven a su rostro y su mirada tranquila se inquieta , buscando un eje que le de paz y sosiego, que la ayude a no decidir lo inevitable.
Mareándose de cielos y de historias que llevan a un sin fin de posibles y dudosas
pretensiones, para caer en la nada y la rutina, y otra vez volver a su eje monocromático.
El callejón la sorprende agitada y extenuada, y la maravilla por su belleza cruda.
Un soplo de aire le quita el velo a sus ojos y se estremece ante la visión mugrienta
del basural en plena ciudad y dos chicos comiendo de él.
En una ciudad normal.

Se atreve a la cercanía de la miseria y descubre que no eran niños, sino adultos desnutridos y su interior estalla en una mezcla de repudio y compasión.
Sin falso pudor reconoce que el asco predomina y la solidaridad recién ocupa el segundo lugar.
Si eleva su vista, los rascacielos más modernos y lujosos hacen de entorno.
Siempre es posible ser sincero, y Norma lo intenta en forma cotidiana, se asume
burguesa y costumbrista, aunque la desazón ante la ausencia de algunos valores acrecienten sus fobias.
Lo que hace, aparte de observar, es volver rápido sobre sus pasos y retomar la calle principal.
Por otro lado, los indigentes, jamás notaron su presencia, en clara definición de lo importante.
Ya en la Avenida Benito de Miguel, sus latidos se hacen naturales y sigue a un paso tembloroso pero firme hacia la facultad.
Debe enseñar, ayudar a pensar y a ser. Deber llegar en un estado lógico y pausado.
Camina.
Se abre una pequeña rotonda, que no cambia el paisaje, poblado de añejos plátanos
con hojas grandiosas y doradas anticipando un otoño que trae más años a su vida. Se acuerda con un dejo de insolencia de su juventud prefiriendo la actual adultez;
y sus mejillas dejan la palidez para sonrojarse femeninas.
Un hombre común no cesa de observarla, es obvio que le atraen sus caderas, sinuosas y redondeadas, que se asoman tras el lino de pantalón verde botella, y se dejan ver.
Ella lo nota y sonríe descarada, y su mente la lleva a su rutina marital aburrida y sin contrastes, que la angustia hasta no querer pensar en ello. Vive sin éxtasis, vive sin gloria, con sumisos encuentros donde el cariño es usado de pasión para sobrevivir.
¿Como besaría este hombre común?
¿Sería capaz de sacarla del letargo?
Se imaginaba momentos imposibles y se asustaba de sentir curiosidad sobre otro hombre, proletario Don Juan.
Cruzó la avenida y giró a la izquierda para comenzar a transitar el parque universitario. Una especie de plaza gigante que intenta emular a parques propiamente dichos.
Aunque el jacarandá y el aguaribay añejo de tronco arraigado la sorprenden y embelezan diariamente, el resto de los fresnos plantados y las pequeñas abelias mal cuidadas, dan lástima.
Como yo, pensó Norma, y quitó enseguida esas palabras de su mente, porque comenzó nuevamente a sentirse en otro sitio irreal, con las manos sudadas y la mente turbada.
Cruzó el portón principal y se arremangó, señal de lucha diaria y de: otra vez lo mismo.
Subió las escaleras antiguas y algo gastadas así no se ahogaba en los pequeños ascensores, se acomodó cerca de la baranda para no ser atropellada por la turba juvenil y avanzó con al mirada escurridiza y en alto, como si quisiera escapar.
Llegó al llano del primer descanso en el segundo piso ya sin aire, el peso en sus piernas se incrementaba y se sentía nauseosa y mareada.
Igual llegó al aula maloliente y sucia, con la falta de dignidad de la educación en éste país, y se apresuró a sentarse en la silla sin limpiarla, como acostumbraba.
El asiento le devolvió cierto equilibrio y recién allí miró a su alrededor.
Increíblemente, el alumnado completo la esperaba.
Lamentablemente los rostros se asemejaban, la chica rubia de corta falda escocesa parecía ajena a todo, sólo preocupada por su cabellera, que alisaba una y otra vez con la mano derecha.
El muchacho gris de la segunda fila ni siquiera sabía por que estaba en esa clase, en esa carrera, en esa facultad. Sólo iba, autómata coherente, todos los días y se sentaba en el mismo lugar.
El tema daba para el diálogo y el aprendizaje. La materia: Física Aplicada.
Aplicada al hombre, a su entorno, a la construcción, a las estructuras, a la química humana, aplicada por doquier.
La profesora Norma, no parecía estar nada aplicada a su propia física, aunque no lo sabía aún, las pautas eran claras. Se estaba derrumbando.

Los alumnos esperaban sin impaciencia, conversaban atentos y reían con la alegría idiota de los años jóvenes.
Norma no podía comenzar. Sus palpitaciones no cesaban y la humedad de sus ojos se secaba en helados suspiros que la dejaban mucho más desintegrada.
No lograba componerse. Tampoco podía suspender el inicio de la clase. O se iba o arrancaba. Y así lo hizo.
Tomó una tiza pequeña y gastada, se acerco a la pizarra que otrora fuera negra y escribió: Masa, materia y peso específico. Al lado las fórmulas pertinentes. Y ahora sí, debía girar y enfrentarlos con la explicación.
Al tratar de girar su cuerpo sintió un extraño calor, igual, rutinariamente, giró y enfrentó la clase. Nadie parecía notar su estado, es más no parecían notarla, tuvo que pedir silencio y comenzó.
La voz sonaba extrañamente clara para lo mal que se sentía, y discurseaba una y otra vez sobre la física y sus posibles aplicaciones, hasta comenzar a formular los paralelos matemáticos necesarios para el tema.
La tiza en su mano izquierda temblaba levemente y solamente ella lo percibía, pero eso bastaba para hacerla vacilar. La mente de Norma iba muy rápido hacia el pánico sin poder evitarlo, siempre lo mismo, sintiéndose por dentro fuera de control.
¿Cómo nadie lo supuso nunca? , ¿Cómo nadie la abrazaba ahora?...
Su corazón dejaba de irrigar la sangre necesaria, sus pulmones se ventilaban en demasía y un hilo de muerte la recorría de la sien a los pies. Todo ello se solucionaba con una caricia, un gesto de afecto, una palabra de comprensión.
En cambio solo tenía ojos desinteresados frente a ella que físicamente carecían de peso y específicamente la hacían sentir más sola y más discreta que nunca.
Mientras hablaba de la masa, la palabra discreción le sonó espantosa, tan común y tan silenciosa, tan peyorativa si se la aplicaba a una persona que, como ella, era brillante, subyugante y maravillosamente sensual; aunque nadie lo descubriera aún.
Volvió a la cátedra Norma, y siguió sola. Y con frío.
Sandra, la mejor alumna de la clase era la única que lograba que su trabajo valiera la pena. Su interés y compromiso le recordaban su propia juventud.
De larga cabellera, impecables cuellos blancos, manos largas y dispuestas al tipeo desenfrenado o la manipulación veloz de lápices de científicas puntas; Sandra no era una chica común. No era muy aceptada en el grupo, aunque tampoco era odiada, en fin, era discreta.
¡Y otra vez esa palabrota voraz! Que consumía a Norma a tal punto que le temblaba sutilmente la boca. No podía creer como había descrito a Sandra, con el adjetivo menos deseado. Comenzó a enfurecerse suavemente, leona al fin, presa de sus propios pensamientos.
Sandra seguía allí, como siempre, atenta y diligente, azorada por la velocidad inusual en su profesora, que devoraba el aire al pronunciar diversas y exóticas fórmulas sin parar un segundo. ¿Qué le ocurriría, estaría apurada? ¿En apuros?
Al finalizar la hora voy a preguntarle, pensó Sandra, Norma era su mejor maestra, la veía casi como a una guía, una meta a seguir en lo profesional, llena de sabiduría y calma, pero hoy se presentaba rara, realmente extraña.
Se asustaba de a ratos por esa pulsión que la hacía volver una y otra vez, en continuas y aburridas repeticiones a la palabra detonante, sin ninguna discreción, valga la redundancia. Y mientras continuaba hablando con el alumnado su cerebro era un laberinto bullicioso y mordaz que la acosaba.
Para que vivís, nadie te nota, tu familia no te reconoce ni se desvive por vos. Tus amigos se aburren con tu presencia y poco menos tenés que obligarlos a un encuentro.
Tu esposo duerme plácidamente mientras tu llanto se ahoga, para que existís.

Así sonaban las neuronas que se divertían en torturar la psiquis de Norma. O así las oía ella.

Dale, animate a cambiar, echá todo a la mierda, buscate un amante o salí en una tapa de revista. Hacete una estética, ponete botox, hacé algo, que se te va la vida en esta ciudad absurda y vulgar, en esta universidad pacata y mediocre. Salí de ese agujero interior en el que te echaste a dormir.
Donde tenés la magia, dónde la ternura y la loca pasión que vociferas cuando caminás. Nosotras somos tus neuronas, te escuchamos Norma, sabemos tus secretos, los vericuetos de tus odios, las calenturas que te agarrás mirando al tipo que cruza la avenida todos los días a la misma hora que vos. Sabemos que mentís cuando decís ser feliz, que la guita no te alcanza y tus humos de señora te quedan grandes. No safás esta vez, nos vas a oír. Y basta de sudar y de enfriarte. Te vas a morir.

Sandra se inquietaba cada vez más. La voz de la profesora era clara pero arrastraba las letras eses de un modo inusual y algo en sus ojos asustaba.
Ante las explicaciones brillantes y algo alocadas que daba, cuando le preguntó sobre los temas que explicaba, respondió a medias, y eso era impropio en Norma.
Ella jamás dejaba nada por la mitad.

La clase no notaba nada, pero era normal, nunca la notaron, por qué iba a cambiar hoy. Jorge y Gustavo conversaban amigablemente y vivían su amor ajenos al resto.
Claudia coqueteaba con Alfredo como siempre y Débora solo masticaba su eterno chicle colorado, como ella.
El pizarrón tenía tal polución de anotaciones científicas que parecía de una película. El aula, sin cambios, sucia y mal pintada, avejentaba la posibilidad de educación. Y el silencio se escapaba como siempre en la ruidosa facultad.

¿Que me pasa?, mis voces hoy no se callan, hoy no las manejo, no puedo dominar lo que pienso y sin embargo sigo con la clase. ¿Por qué mi cuerpo se me revela?
No estoy en mis días hormonalmente locos. Sin embargo los pensamientos se me agolpan, me tira la cara, siento una rigidez extraña y a su vez libertad total para actuar.
Callate, nena, dejá de intelectualizar todo, callate y pensá que ahora tenés que ser vos, libre, guaranga, vengadora, sacá la grasa de la capital que alguna vez tuviste y engrasá este mundo barato que te construiste. Usá tu cuerpo tus ansias y quitá todo aquello que te estorbe el camino. Avalanzate a la vida, comé oxigeno, tomate el tiempo como si fuese ron. Descubrite. Destapate. Vamos, porteña de alma, corré el velo a un costado de tus sueños, y animate a ser.

Sandra se paralizó. En la puerta del aula estaba el tipo con el que sueña todas las noches. Alto, con leves canas treintañeras y una onda yanqui que la mata. Jean, camisa blanca, suéter anudado en los amplios hombros llenos de virilidad.
¿La habría visto? ¿La estaría por fin buscando? El corazón se le partía y las manos se alzaban solas llamándolo.

Cuando vio a Sandra agitar las manos, Norma giró hacia la puerta y no pudo casi respirar. El estaba allí, hermoso como día a día lo veía, vestido tan canchero como siempre y con ese perfume…
¡Mi hombre!, pensó, como te mataría a besos. Al instante volvió a pensar: ¿qué hace aquí? Instintivamente, sonrió. Su boca se mojó tibia y amorosa para preguntarle, pero su voz no salió.

Julián no daba crédito a sus ojos. La encontró. Llevaba meses viéndola pasar desde su estudio y salía corriendo para alcanzarla sin lograrlo.
Esa cabellera, esa cintura esbelta sin ser delgada, las largas piernas y la madurez con la que caminaba. La mirada pensante, buscando la respuesta a problemas humanos, mucha sensualidad. Y estaba allí. Maravillosa y brillante, sobresaliendo entre la multitud, igual que en la calle. ¡Como lo atraía!

Norma se acerco a la puerta y le dijo cándidamente:
-¿Buscás a alguien? , totalmente segura de la respuesta.
Y Julián le contestó:
-No, gracias, ya la encontré- Sonriendo francamente, dejando de lado su seriedad y mostrando una dentadura impecable, y seguía allí mirando al infinito. ¿O a Sandra?
¡Sandra! Buscaba a Sandra. ¡Este tipo buscaba a Sandra!
Imbécil, insignificante mosquito, cómo podés desear la imitación si podés quedarte con el original.
La ira fue tomando forma de torbellino y se alzó majestuosa. Cobrando su verdadera dimensión. Jerarquizada por años y años de tolerancia fingida, de calma
controlada y de desazones continuas que nunca dejaron de marcar llagas.
El volumen de esta ira pre-menopáusica y veraz, era tan grueso como las tristezas y los amores no logrados, tan pesado como la agonía diaria de la rutina y tan real como Norma, de carne y hueso, frente al mundo que la hizo infeliz.
Cuando se dio cuenta que en la mano tenía el borrador de madera, inocente y polvoriento; descargo su furia sin cesar en la cabeza de Julián, una y otra vez, cada vez con más fuerza, en especial en la sien. El hombre nada hacía, atónito primero, mareado después, la sangre fluía y el borrador blanco en tiza se teñía irremediablemente.

Sandra lo miraba embelezada: Norma paró la clase y se dirigió a él, algo le preguntó y entonces comenzó la locura , levantó el brazo izquierdo y con una fuerza descomunal lo golpeaba una y otra vez en la sien derecha.
Algunos en la clase ni siquiera lo habían notado, absortos en sus ombligos.
Sandra se levantó y corrió a parar a la docente, que era como una tigresa luchando por su presa, Julián cayó pesadamente, la sangre seguía corriendo, roja y propia, con cierta belleza.
Sandra le tomó el brazo derecho con toda la fuerza que poseía, Norma dejó caer al hombre y la miró. El descontrol de su rostro, que era el de otra Norma, el de una loca, un animal embravecido, la cara hinchada y con gotas, los ojos extremadamente abiertos y la boca jadeante, lograron en Sandra el efecto de un rayo paralizador. Norma la mordió, Sandra intentó defenderse aunque temblaba sin cesar. Por su cabeza paso una frase dicha a su madre:


-No sabés que sabia y calma es la Dra. Norma Pollastrelli, quisiera algún día ser como ella.
Los golpes la desmayaron y no sintió cuando Norma se la comió, literalmente, atragantándose de músculos digeridos con saliva y sangre.
Norma sabía que se comía a Sandra, se comía su historia, su futuro similar al de ella, sus ojos penetrantes e inquisidores, su cerebro crujiente y poderoso, sus manos que no van a acariciar a nadie, sus sonidos y sus jugos.
Norma sabía que se comía.
La clase no podía ver.
Ella se paró, se acomodó el cabello, la mirada calma y en paz, y salió del aula. Había olvidado su cartera y con ella sus documentos y su nombre.
Se olvidó.
Salió al pasillo, bajó tranquila las escaleras y en el parque exterior de la universidad, se sentó.
El sol se pegaba en su piel como la sangre de Sandra y Julián.
La gente pasaba y no la veía, como siempre, y Norma, por primera vez en años, lloró.
Como alguien normal.

Cuatro tiempos

Un instante separa la adultez de la ternura , la bronca del suspiro,
la crueldad de la locura.
La tibieza del cadalso, la risa de la amargura, la ventaja del corrupto,
la armonía de la duda.
Un instante te despierta la sonrisa, la dulzura y al siguiente tiembla
al mundo con bravura.
Un instante.


Una hora de dolor vale la pena, saborearlo y aplicarle la condena,
sin razones aparentes.
La nocturna melodía se acobarda por la siembra atolondrada,
y se arrepiente.
Una hora de amor, tal vez dos horas y un mate caliente desnudando,
la magia del presente.
Una hora.

Un día despegando milagrosas gotitas de pasados sorprendidos,
Y acurrucado.

Entre sábanas viscosas y gastadas de pasión e indiferencia se dibuja,
caricaturizado,
Un día más. De padres, y de hijos, maridos y jefes, de amigos y por otros
Tan atormentado.
Un día.

Un año donde el cambio de decena se hace secular y silencioso,
Pero no aburrido.
Con grandes sueños de cumplidos, momentos y perdidas pasiones
que despiertan sentido.
Un año de muerte y atentando la misma, de gestas y amores
Tan recién nacidos.
Un año conmigo.